25 marzo 2008

Primer amor

A los once años se fugó de su casa. Aquello era un infierno. Era un niño, pero conocía la calle, sus secretos, sus recovecos. Setenta y cinco fue un año difícil, pero entonces él no lo sabía. Lo supo tiempo después y hablando con ella, cada vez que lo recuerda se emociona.

Aquel día había empezado con una rateada de la escuela que terminó en la Ciudad Deportiva de Boca. . . Cuatro amigos que se divierten en un parque no es sospechoso. Los libros los habían dejado en un kiosco, el tren los había dejado en Constitución, la vida, la juventud, los empujaba a nuevas aventuras. Le robaron el bolso a un muchacho descuidado que jugaba al Pacman apasionadamente y escaparon corriendo. Mucho corrieron hasta que llegaron a un bar y pidieron permiso para ir al baño. Allí repartieron el botín. No había dinero, sólo algunas prendas y hojas de carpeta sueltas. Se sintió mal. Por un instante se vio robándose a sí mismo. Aquel muchacho era alguien como él. Le hubiera gustado pedirle perdón y devolverle todo, pero los amigos estaban ahí y había que seguir para no parecer débil o, peor aún, traidor.
Llegaba la tarde y había que volver, pero aquel muchachito de once años sabía que en su casa era peor. Se habían divertido en el parque y el río era lindo al atardecer. Decidió quedarse un rato más. Los amigos se fueron y él empezó a caminar solo. Llegó al puerto, hacía frío, la noche se cerraba con una llovizna mínima. Se sentó en un banco, aquello parecía un lugar abandonado. Alguien pasaba cada tanto pero parecía ignorarlo. En algún momento se habrá dormido porque cuando la sirena del barco lo despertó eran las 7 de la mañana. A esa hora había más gente y escuchó que alguien preguntaba si ese era el barco que venía de Uruguay. Entredormido aún quería recordar el sueño que había tenido, estaba seguro de haber soñado algo. Vio algunos policías y sintió el peligro de ser descubierto. Se mezcló entre la gente. Tenía frío y hambre. La llovizna ahora era niebla espesa y el barco apenas se distinguía, volaban abrazos y gritos. Gente que esperaba gente y él solo. Allí era mejor que en su casa, al menos se podía dar el lujo de pensar que él también llegaba de algún lugar remoto y que alguien lo estaba esperando. O también simular que estaba esperando a alguien. Esa idea le pareció mejor y si alguien le hubiese preguntado qué estaba haciendo allí, él habría respondido que era un esperador, que estaba esperando a alguien. Así, mezclado entre los otros esperadores, decidió seguir el juego y fue allí cuando la vio. Una niña de su edad que llegaba con sus padres y sus hermanos (al menos él lo imaginó así) y que lloraba como la llovizna de la noche anterior, que apretaba algo entre sus manos y a quienes nadie esperaba. Una niña delgada con cara triste y pelo negro que lo enamoró. Decidió entonces esperarla a ella, decidió ser su esperador, su encuentrador, su amor.