12 marzo 2009

Un cuento al estilo de Borges. Sólo un juego.

La historia me la refirió Julián Segura, un librero muy prestigioso de Turdera. Aunque poco probable, le creí cuando desempolvó de un cofre de caoba una foto donde se lo veía más joven y secundado por Borges y María Kodama. Yo había visto esa misma foto en un fascículo de la enciclopedia de los artistas, pero allí estaban Borges, María Kodama y Bioy Casares. Ingenuamente le hice el comentario a Don Julián y me refirió que ésta la había tomado el mismo Bioy. No venía al caso pero fue interesante saber que habían estado allí buscando material para un trabajo sobre literatura fantástica. Los volúmenes de la biblioteca alimentaron por largos meses las ansias de aquellos exploradores incansables.

De aquel trabajo nació el libro que publicaron en conjunto Borges y Bioy, pero la historia más fantástica fue para mí la que quedó atesorada en el recuerdo del bibliotecario.
Borges, me contó Segura, tenía un humor muy fino. Recuerdo la anécdota de un cuento en especial. Largas noches discutieron con Bioy sobre si incluirlo o no en la antología. A Bioy le parecía que no y quien ofició de árbitro fue María Kodama. Como usted sabrá, la historia no se publicó.
Yo no puedo develarle los pormenores de aquellas charlas pero sí puedo contarle la historia o mejor aún, se la ofrezco para que usted mismo la lea.

El volumen pertenecía a la enciclopedia de Aimaru Toneku y también estaba guardado en la caja de caoba. Un señalador que estaba firmado por Borges y Bioy y dedicado a Julián Segura, marcaba la página número quinientos. Las piernas me temblaban cuando tomé el libro en mis manos. Pregunté a Don Julián dónde se sentaban ellos en aquellas noches y me señaló un rincón de la sala, cerca de una chimenea. Me senté en aquel sillón y abrí el libro en la página señalada, pero no leí. Cerré los ojos y traté de recordar a Kodama, traté de recordar su voz y cuando la encontré fue ella quien leyó la historia.

“Anterior al reinado de los hombres no hubo reinos, pero sí habitantes del mundo. Hubo la época de los dinosaurios, pero aún anterior a ellos existió el tiempo de las víboras y las tortugas. Ellas convivían y ciertamente que era una buena convivencia. Todo hasta que inventaron aquel juego. Las víboras se erguían sobre sus anillos y ganaban gran altura hasta alcanzar las copas de los árboles. Allí se mantenían todo el tiempo posible mientras que las tortugas, lentas y sin la posibilidad de erguirse eran las encargadas de ayudar a las víboras cuando éstas, cansadas, caían moribundas al suelo. Cuando esto sucedía las demás víboras que participaban del juego comenzaban a reírse pensando en lo lenta y torpes que son las tortugas. Desde entonces, como un reflejo, como un recuerdo, cada vez que en el reino humano alguien se tropieza y se cae las víboras se ríen y las tortugas van lo más rápido posible a ayudar.”

Cerré el libro.

Despertar

No se si lo que me despertó fue la luz o el olor a cigarrillo. Un pucho a esta hora de la mañana me mata. No puedo evitar oler y me quedo con el recuerdo de su perfume de anoche. Le pido que baje la persiana pero no me escucha. La ducha está abierta. Me tapo la cara con una almohada, no insisto, después de todo es su casa. Suena el teléfono y al instante un grito surge de algún lado, “no atiendas”. Me acurruco más en la cama y ahora me tapo también con la frazada. Escucho un portazo y pasos que se alejan. No puedo volver a dormirme, no puedo esconderme para siempre. Me destapo. Escucho el silencio. Un reloj late desde algún rincón; lo escudriño, no lo encuentro. Lo escucho, lo mido, lo imagino. Hay una cuna. Me siento en la cama. No se dónde está mi ropa. Busco el baño, encuentro la cocina y abro la heladera. Suena el portero eléctrico, no atiendo. De las otras puertas, una es la salida y la otra es el baño. Mejor vuelvo a la cama. La frazada está en el piso y al juntarla para taparme veo mis zapatos que están al lado de otros que no son míos. Suena el teléfono otra vez y automáticamente estiro la mano, pero encuentro un cenicero. El teléfono sigue sonando y bruscamente me doy vuelta. Suena el portero eléctrico. El teléfono sigue sonando y el tic-tac del reloj se mete en sus silencios. Ahora escucho llaves y ruido de papeles. Levanto la cabeza y miro hacia las puertas que todavía no reconozco. Me pregunto por cuál entrará.